Luce un precioso color picota con bordes carmín y una lágrima de lento desprendimiento. La primera sensación olfativa es curiosa, estimulante. No se aprecian las notas a fruta sobremadura o vainillas tan comunes en algunos vinos de la Ribera del Duero: rezuma aromas especiados y florales, recuerdos a olivar y sotobosque. La madera asoma la cabeza lentamente, en forma de destellos de café y especias dulces, pero siempre supeditada a la intensidad de una extraordinaria y jugosa fruta silvestre. La entrada es muy fresca —de hecho, todo el vino lo es—, de principio a fin; los torrefactos llenan el centro de la lengua mientras la acidez se desliza por los laterales. Detalles lácticos, taninos redondos cargados de amabilidad y un final pletórico, armónico que deja un rastro goloso y con carácter de auténtico Ribera.

Tratándose de un vino que busca la cara amable del tinto fino ribereño y no la potencia, podemos usarlo como un comodín en la mesa. Si pensamos en carnes, la carne roja es una obviedad, pero puede funcionar también con carnes blancas, especialmente si las hemos cocinado a la brasa o a la parrilla. Embutidos, quesos semi-curados o incluso aperitivos de intensidad media pueden resultar buenas alternativas.